LAS DENUNCIAS FALSAS, de MARÍA SANAHUJA EN EL PAÍS
Han pasado más de cuatro años desde que se inició el debate para valorar el impacto de las reformas legislativas que en materia de violencia doméstica había realizado el PP en 2003, y que continuó el PSOE con la ley contra la violencia de género en 2004. Se empezó a decir en voz alta que no se estaban respetando los derechos fundamentales de muchos ciudadanos en España, que las leyes aprobadas contribuían a aumentar el nivel de intensidad del conflicto en las parejas heterosexuales, provocaban dolor innecesario, suponían un despilfarro para el erario público y no conseguían atajar lo más mínimo el problema de la violencia extrema sobre las mujeres.
Ahora podemos afirmar que el único avance en el respeto a las libertades fundamentales de todos que, de momento, hemos conseguido en esta materia, es que podamos hacer uso de nuestro derecho a la libertad de expresión. Se había instalado un pensamiento único que llevó a varias asociaciones a solicitar al CGPJ, en 2005, que me sancionaran y prohibieran hablar en público.
Expuse entonces que todos estábamos teniendo un comportamiento poco acertado. Me refería a jueces, fiscales, policías, abogados, periodistas y a muchas mujeres que utilizaban el Código Penal para obtener mejores condiciones en los procesos civiles de rupturas de parejas.
La presión mediática ha llevado a muchos profesionales a una reacción defensiva y de autoprotección ante el miedo a las posibles consecuencias personales. Así, jueces que han concedido prácticamente todas las órdenes de protección que les han solicitado por temor a que se les pudiera acusar de no haber tomado medidas, colapsando así los servicios administrativos de protección a las víctimas que difícilmente las pueden atender; fiscales solicitando en prácticamente todos los casos que se adoptara una orden de protección, normalmente alejamiento, muchas veces sin demasiadas pruebas y sin valorar que ello podía comportar pérdida de empleo si ambos trabajaban en la misma empresa, o dificultades para permanecer en una ciudad pequeña con el estigma de maltratador; policías que han procedido a la detención de miles de hombres sin más indicios que la sola afirmación de la denunciante, sabiendo que en uno o dos días serían puestos en libertad por el juez, y sin considerar el trauma que para algunos ciudadanos puede suponer pasar esas horas detenido, esposado y trasladado junto a delincuentes, todo por miedo a exponerse a un expediente disciplinario si luego ocurría un hecho luctuoso, ya que “ellos también tenían familias”; abogados que han recomendado la interposición de una denuncia por malos tratos porque se podía solventar en horas la atribución provisional del uso de la vivienda familiar, ya que la orden de alejamiento supone la expulsión inmediata de la misma, así como la fijación de una pensión de alimentos y la custodia de los hijos; periodistas que cuando se producía un hecho grave lo exponían de modo que culpabilizaban a todos los que de un modo u otro habían intervenido, y en ocasiones de manera sensacionalista (esto ahora ya no ocurre); y mujeres que, sin ningún escrúpulo ni respeto por las que están padeciendo situaciones terribles sin atreverse a denunciar, han abusado de lo que se les ofrecía, poniendo en marcha el aparato policial y judicial con fines espurios, en algunos casos inventándose directamente hechos que ni siquiera han ocurrido, pero con escaso riesgo de que ello pueda demostrarse, y se les exijan responsabilidades.
Pero no es la maldad de algunas personas la causante del problema. Lo tremendo es estructurar un sistema legal, y una aplicación de la norma, que permita a los perversos utilizar la organización colectiva para conseguir sus objetivos, causando daño a muchos otros (niños, abuelos, padres…), y se mantenga durante años a pesar de la evidencia de que no ha dado resultado. Mueren tantas mujeres como antes.
La ley integral contra la violencia sobre la mujer, aprobada por unanimidad por el Parlamento, era bienintencionada, pero los que formamos parte de la estructura judicial del Estado sabíamos que únicamente tendría desarrollo la parte referida a la modificación del Código Penal, con escasísimos medios y total falta de coordinación con otros profesionales (especialmente servicios sanitarios y sociales de cada lugar), pues la ley ni siquiera encargó a nadie el desarrollo de esta necesidad.
La consecuencia de atribuir a un órgano de cada partido judicial en exclusiva esta materia ha desorganizado la estructura judicial y colapsado los juzgados de violencia, que se han convertido en destinos que no quiere prácticamente nadie. Hemos consentido la detención de miles de hombres que luego, en su mayoría, han resultado absueltos, y probablemente habremos condenado a más de un inocente, en aplicación de unas leyes que, como la Ley de Enjuiciamiento Criminal, denomina “agresor” al denunciado, antes de iniciar cualquier investigación tendente a averiguar la certeza de los hechos. Y mientras tanto, la mayoría de las mujeres que sufren violencia extrema siguen en muchos casos padeciéndola en silencio, viendo cómo su causa ha sufrido el desprestigio por la acción de los que sólo las han utilizado para sus propios fines y aspiraciones. Es hora de iniciar de nuevo el debate en el Parlamento, y valorar los resultados del camino andado.
María Sanahuja es magistrada de la Audiencia Provincial de Barcelona y miembro de Jueces para la Democracia y la Plataforma Otras Voces Feministas.